domingo, 30 de octubre de 2011
Por la vigencia del libro
(*) Por Mirta Balbi (especial para ANÁLISIS)
¿Cuántas veces hemos leído o escuchado que a los libros les ha llegado el fin? Nadie puede sorprenderse, nadie que sea lector -naturalmente- ha dejado de encontrarse con esa sentencia y para demostrar que el libro está vivo y lo seguirá estando, dos eruditos de las letras, dos bibliófilos empedernidos en mantener esta premisa, se reunieron a conversar sobre un tema tan apasionante como la permanencia del libro en el tiempo.
Ello no significa negar la revolución tecnológica a la que están expuestos los libros, esos que pueblan nuestras modestas (o no) bibliotecas y los que habitan con pasaporte libre de fecha de vencimiento, las grandes bibliotecas del mundo.
¿Quiénes fueron esos señores que ocuparon su valioso tiempo en un tema que parece baladí, al lado de las hambrunas, la corrupción generalizada, el “hambre y sed de justicia” y las devastaciones de la naturaleza, implacables, acá y allá?
Pues sencillamente, dos hombres sensibles y por ello mismo autorizados para hablar un largo rato sobre el perdurable valor del vocablo libro.
Acá los tenemos: Umberto Eco y Jean Claude Carrière, quienes son entrevistados por Jean Philippe de Tonnac y la traducción corresponde a Helena Lozano Miralles.
Eco, internacionalmente conocido por su novela “El nombre de la rosa” (sobre la que volveremos) es actualmente “titular de la cátedra de Semiótica y director de la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de la Universidad de Bolonia”, tal como se lee en la solapa de “Nadie acabará con los libros”, obra más que interesante, como el lector estará ya imaginando. En cuanto a J. C. Carrière “es uno de los dramaturgos y guionistas europeos más reconocidos”, junto con Luis Buñuel escribió “El discreto encanto de la burguesía” y “Belle de Jour”. Y es autor del guión de la película “La insoportable levedad del ser”, entre otros significativos títulos. Presentados ya los autores, agreguemos que esta obra moviliza lo suficiente como para enfrentar el desafío de comentarla, pues ha sido calificada como “un espléndido ensayo”, “un homenaje a todos los lectores” y “un estímulo a la inteligencia”.
Sigamos entonces con el libro que nos ocupa. Creo que, desde la “Ouverture” hasta el último capítulo: “¿Qué hacer con muestra biblioteca cuando morimos?”, “Nadie acabará con los libros” (ilustrado con oportunas fotografías) es una de esas obras imprescindibles, más que necesarias, para quienes ejercemos el oficio de la escritura y necesitamos ese estímulo que sólo la sabiduría puede darnos, a través de dos seres que transitan el tema “la caducidad de los libros” hasta llegar a decirnos que los disquetes, cintas, CD Rom, incluido el DVD, que pensaban era la solución ideal para los problemas de archivo, hoy resultan caducos. Por todo ello, pueden expresar no exento de ironía: “No hay nada más efímero que los soportes duraderos”. Todo el libro es un torneo de opinión, de conocimiento, de dominio del tema y de respeto mutuo hacia la profesión de uno y otro. Espigando lo más honestamente posible en estas páginas, observo que los autores no siguen un orden cronológico en lo que respecta al vocablo libro en sí. Sería disminuir el intelecto de ambos que va más allá y eso mismo los induce a múltiples aportes, datos, siempre eruditos y nunca polémicos. Y siempre insaciables.
“Nadie acabará con los libros”, por otra parte, nos recuerda que la idea de coleccionar estos entrañables amigos es muy antigua, pero la censura caía sobre ellos o se quemaban fácilmente porque las bibliotecas (al igual que las catedrales) estaban hechas de madera.
El lector, agrego, recordará que el monasterio donde transcurre la acción, el misterio, la intriga de “El nombre de la rosa”, termina incendiándose: “la abadía ardió durante tres días y tres noches”, releo en el último capítulo de esta memorable novela, que además fue llevada al cine y convertida en objeto de culto para todo aquel que deseaba desentrañar al autor de los asesinatos de los desprevenidos monjes.
Luego, los autores mencionan qué libros salvarían en caso de un siniestro y en el caso de Eco, dice: “es más fácil salvar el manuscrito, el códice, el incunable (primera vez que se lo menciona) el libro, que la escultura o la pintura”.
Hago un alto en la obra y recuerdo a esa genial creadora que se llamó María Elena Walsh (nacida en Buenos Aires en 1930 y fallecida en 2010), quien con la agudeza que la caracterizaba escribió: “¿Qué haría la casada con los libros en una situación límite? ¿Cuál escogería al ser obligada a mudarse de país o de planeta? ¿Cuántos la acompañarían a mejor mundo después de un bombardeo o un terremoto? ¿Los prestaría por una noche a cambio de un millón de dólares?” Habría que agregar: Está todo dicho. Aunque no lo está del todo, pues sin ninguna duda, la sagaz autora de “Manuelita” conocía el film “Propuesta indecente”. Pregunto: ¿Le parecería bien a Carrière esta cita? Hombre de teatro y cine, como él, respondería: Seguramente, sí.
Otra evocación, esta vez del prestigioso Ray Bradbury y su novela “Fahrenheit 451” (citada por Eco), en la que se menciona la quema de todos los libros que hay en una ciudad. El autor, en un recurso de la mejor ciencia-ficción, transforma a hombres y mujeres en memoriosos seres, que han leído y retenido en la mente todos esos libros, para que siempre estén presentes en ese pueblo avasallado por la atroz intolerancia.
No hemos mencionado todavía los humildes elementos que fueron convirtiéndose en libro: la arcilla, la tablilla de cera, el papiro (entre otros) y el papel y aquí tenemos el punto de inflexión que nos lleva a la invención de la imprenta, hecho fundamental que culmina con el libro en sí y remite al vocablo “incunable”. Nombrar a Gutenberg, que fue no el inventor sino el que perfeccionó la imprenta, es de toda justicia. Ello hizo que en el año 1455 nacieran los primeros libros, llamados “incunables”, (vocablo latino que deriva de “cuna”) y que culminan la noche del 31 de diciembre del año 1500, asegura Carrière. Hoy por hoy se dice “incunable” a cualquier libro antiguo, pero la cronología auténtica es ésa. Es importante destacar que el primer libro impreso por Gutenberg, en Maguncia y en el año ya mencionado, fue la Biblia Latina. De ella se hicieron cien ejemplares, de los que se conservan aún diez sobre pergamino. Estos datos pueden estar sujetos a leves errores, pues la bibliografía a veces es dispar. De cualquier modo se debe cumplir con la obligación de mencionarlos. Con respecto a nuestra madre patria: En España se han disputado la gloria de haber tenido la primera imprenta, las ciudades de Valencia y Zaragoza. Y entre los principales impresores debe citarse a Aldo Manucio, ya que su producción aparece registrada como la más interesante del mundo tipográfico.
“La invención de la imprenta nos permite separar la cultura con la que no queremos cargar” -dice U. Eco- pero esto supone saber de antemano dónde está la información que necesitamos. A menudo -reflexiono- nuestra memoria nos traiciona cuando buscamos determinados datos sin tener la certeza de en qué libros se encuentran.
De ahí que ordenar nuestra biblioteca, de cuando en cuando, debería ser tarea familiar y a la vez, ejercitar nuestra propia memoria. El tema del llamado “filtraje”, que a estos intelectuales les preocupa, tiene relación con el peligro de que una obra sea atribuida a otro autor, en vez de a quien verdaderamente la escribió. Es el caso de Molière y Corneille, cuando se decía que este último era el que había escrito los libros del primero. También que el teatro de Shakespeare lo escribió Francis Bacon. Estos dislates obedecían al hecho de que un autor quedara solo, aislado, entonces lo mejor era integrarse a un grupo afín. Como muy bien dice Eco: “El misterio de Shakespeare deriva del hecho de que no se entiende cómo un simple actor pudo crear esa obra genial”. Es así, porque no estaba aislado. Vivía en una comunidad cultural y entre otros poetas isabelinos. Aparece luego otro tema importante: el rol del Estado. “Cuando éste es demasiado poderoso, la poesía calla”. Y cuando está en plena crisis “el arte es libre de decir lo que debe decir” (Eco). De inmediato Carrière apunta “cuando Napoleón ejerció el poder absoluto (1800-1814) no hubo un solo libro en Francia, que se siga leyendo hoy”. Y Eco remata: “Petrarca intentó una segunda “Eneida” sin éxito y cuando no tenía nada que hacer, escribía los sonetos que lo han hecho famoso para siempre”.
Vuelve nuevamente el tema del “filtraje” en la aguda observación de Carrière: “Quizás hemos saboreado en el colegio, una literatura demasiado filtrada, carente de sabores impuros”. Esto nos cabe a muchos, pues quienes hemos accedido a estudios superiores, a veces hemos recurrido a ediciones pobres o “tramposas”, tal vez por inconsciencia juvenil. A propósito, recuerdo al autor argentino Martín Kohan, cuando trata el tema “La verdad de la narración”, porque es justamente en este género donde puede falsearse lo realmente acontecido. Kohan dice que “bajo condiciones de represión cultural, lo real se complica, no necesariamente en el sentido de géneros o estéticas, sino con otra carga de dramatismo y de urgencia”. Y en definitiva concluye afirmando que se debe “escribir la verdad” como sostenía Bertolt Brecht, lo cual era un desafío para el autor de “Madre coraje” (teatro) en la década del treinta en Europa y exigía “estrategias ligadas a la perspicacia y a la astucia”.
(*) Escritora y crítica literaria, integra la Comisión Directiva de SADE Seccional Entre Ríos. Autora del libro Personas y Personajes, entre otras obras.
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